La educación de los hijos me parece un asunto complicado. Desde fuera uno puede aventurarse a opinar cómo actuaría en determinada situación, pero solamente desde el papel de padre o madre que se enfrenta cada día a esta tarea se puede opinar con verdadero fundamento. Sin embargo, aunque no tenga hijos, desde la perspectiva de un simple observador, sé qué cosas no haría si fuera padre. Pongo de ejemplo al hijo de mis vecinos, un niño de casi tres años que se pasa el día llorando, rectifico, más bien gritando. El niño echa cada día un pulso a sus padres a base de berrear y berrear, técnica que le funciona porque los padres acaban cediendo por cansancio. La forma que tienen sus padres de lidiar en la situación es alzando la voz más que el niño. Siempre acaban perdiendo los nervios lo que provoca que habitualmente acaben discutiendo entre la pareja. Los efectos colaterales los sufrimos los vecinos que tenemos que aguantar el griterío del chiquillo y de sus progenitores. El padre, consciente de la situación, se ha excusado en varias reuniones de comunidad, y educadamente le he quitado importancia asumiendo que es una situación inevitable. Sin embargo, no es cierto, es perfectamente evitable, y me gustaría espetárselo en la siguiente reunión de vecinos. El comportamiento del niño es consecuencia de la ineptitud de sus padres, de su pasividad, de su falta de autoridad. El niño solamente ha copiado el patrón de comunicación de sus padres. Qué sucedería si en vez de gritar al niño frases sin contenido, el padre o la madre se sentaran con el niño y le dejaran claro que así no va a conseguir nada, y que los gritos se terminan por decreto. Porque las normas no pueden desaparecer, los padres deben ejercer como tal, deben ser serios y constantes, coherentes, y si dicen NO es NO, sin titubeos. De nada sirven cien mil gritos si no van acompañados de acciones coherentes.
Es curioso que para conducir un coche sea necesario sacar antes un permiso, y sin embargo para ser padre no es necesario más que dar rienda suelta al “amor”.